Laura veraneaba en Fuengirola. Por
aquel entonces soñaba con ser astronauta, bailarina y profesora. Con el tiempo
consiguió dos de tres. Atravesar la estratosfera en cohete acabó convirtiéndose
en una imagen a temer, tras ver el capítulo de Punky Brewster en el que explotaba
el transbordador espacial Challenger, por lo que esa opción fue descartada muy
pronto. Quizá fue el temor el que le empujó a leer tantos libros. En la
adolescencia, la vocación filosófica la raptó como la llama espiritual secuestra
el deseo de quien se mete a monja. Estudió filosofía y, de mayor, se hizo
doctora. No de las que recetan medicamentos, sino de las que leen a Deleuze y Guattari.
Mientras tanto, le había dado tiempo a hacer teatro. También a abandonarlo, a
jugar a ser performer y a empezar con la danza contemporánea. Las limitaciones
de un cuerpo no disciplinado por la danza clásica, sino moldeado por la
lectura, parecían infranqueables a los veinte años de edad. Pero Laura
necesitaba bailar y bailó. Vivió una epifanía. El cuerpo mutó y ya nunca dejó
de ser mutante. Encontró la danza butoh, como quien se encuentra con un desconocido
extrañamente familiar. Desde entonces intentó averiguar qué es el pensamiento
no conceptual y en qué se parece hacer filosofía a hacer una coreografía. Improvisar
pareció ser la vía de investigación más adecuada. Transformarse en butohka significó
ser transformista. La disidencia de género, previamente practicada dentro,
fuera y en los umbrales de los armarios, quedaba implícita. Mientras escuchaba a
Paul B. Preciado y descubría las relaciones entre Mary Wigman, Antonin Artaud y
Tatsumi Hijikata, firmaba el primer contrato temporal como docente de estética
y teoría de las artes en la universidad, terminaba una formación de butosofía
con Jonathan Martineau y comenzaba a abrir sus propios talleres de danza butoh [bienvenidas
todas las corporeidades a este espacio de exploración]. Tras pasar por varias compañías
escénicas y colectivos de arte, tras varias alianzas tan enriquecedoras como
infructuosas, Laura encontró un terreno fértil. Gu!atari es un pacto de saliva hecho
junto a Alejandro en 2018. Desde entonces, toda la producción dancística y
performativa es amparada bajo este refugio de babas y manos entrelazadas.